El clásico de los
sentidos.
Artículo escrito
por IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBÉNIZ
Publicado en la
revista 7K nº 870 el 27.09.2015
La Basílica de Arantzazu
ha cumplido sesenta años desde que el día 30 de agosto de 1955, con algunos
meses de retraso, se procediera a su consagración. Seis años separaban esa
fecha de 1949, cuando el franciscano Pablo Lete, natural de Eskoriatza y
ministro provincial de la Orden, decidiera dar un impulso a la construcción de
la basílica, retomando el trabajo que, bajo financiación de Pablo Gámiz, se
diera en la década de los 20.
Sesenta años
después, la mole pétrea de Arantzazu nos narra una historia de la época “heróica”
del arte y la arquitectura.
Para entenderla,
tendríamos que comprender no solo la situación de una Gipuzkoa represaliada
durante veinte años por el Régimen, sino ponernos en la tesitura del fin de la
época de la autocracia en el Estado español. Y es que 1950, año en el que el
concurso para la construcción de la basílica se publicó, supuso también la
entrada del Estado español en el juego de la Guerra Fría de la mano del
Gobierno de Estados Unidos.
Washington
necesitaba un aliado estratégico en el Estado español en su partida contra la
Unión Soviética, aunque, lógicamente, manteniendo las formas. El Régimen debía
dar ciertas trazas notables de renovación y eso se manifestó en las artes. La arquitectura
varió de un clasicismo enraizado en un neoclásico de corte imperial, a un
zambullido en una modernidad relativa.
Así, en el plazo de
pocos años, los dos estamentos de control político y social de la época –
Gobierno e Iglesia – lanzaban un mensaje claro de cambio, primero con la Casa
Sindical de Madrid, obra de Torres-Quevedo y Aburto, y segundo con la basílica
de Arantzazu, de Sáenz y Laorga.
Es importante recalcar
que la arquitectura moderna había sido tildada por los regímenes fascistas –con
la notable excepción de Giuseppe Terragni en la Italia de Mussolini- de
indeseable y el mayor baluarte de su producción y difusión, la escuela Bauhaus
de Dessau, se convirtió en víctima de la ultraderecha alemana, llegando al
esperpento de exigirles que su cubierta plana se cubriera con una cubierta a
dos aguas “aria”.
Los arquitectos
Francisco Sáenz y Luis Laorga eran renovadores natos, cosa natural si se
entiende el estado de aquel Madrid de posguerra que tenían delante. Compañeros de
promoción, católicos devotos, recibieron en 1946 –el mismo año de su
graduación- el Premio Nacional de Arquitectura.
Laorga destacaría un
par de años más tarde en el diseño de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario,
una pequeña capilla en una barriada de absorción de Madrid. En ese diseño ya se
adivinaban gestos que, dos años más tarde, le llevarían a presentar un diseño
totalmente alejado de la estética barroca imperante en las iglesias vascas.
En el revisionismo
de la historia, muchos coinciden que los verdaderos renovadores fueron los
franciscanos, con Lete a la cabeza. Convocaron un concurso abierto –nada habitual
en la época- y eligieron un proyecto de unos arquitectos muy jóvenes, prácticamente
desconocidos.
Esa valentía
demostrada podría tener algo de inconsciencia teniendo en cuenta que fijaba un
presupuesto inicial de 19 millones de pesetas que la Orden no poseía. Fue precisamente
Pablo Lete quien diseñó un sistema de financiación para que las parroquias
recogieran, puerta por puerta, donativos de los feligreses, tanto en Gipuzkoa
como en Nafarroa.
La basílica se
levantó siendo uno de los ejemplos de integración con el medio natural de arquitectura
moderna más brillante del mundo.
Y eso a pesar de
todo, a pesar de la separación de Sáenz y Laorga como equipo profesional en
1953, hecho que retrasó el diseño de la obra; a pesar de la elección de Jorge
Oteiza como escultor, de su revocación por un poder mayor y su posterior
restitución; a pesar de las críticas que hablaban de la banalidad de tener que
volverse “moderno” porque sí; a pesar de la trágica muerte de Pablo Lete en
accidente de avión…
Quien no conozca
Arantzazu, creyente o no, debería adentrarse en el misterio, realizar la bajada
a la basílica, pasar bajo los 14 apóstoles de Oteiza, pasar las puertas
esculpidas por Chillida y entrar en el barco “invertido” que cubre el sofito de
la nave mayor. Una vez ahí, nuestra mirada irá, inevitablemente, al ábside
gigantesco de Lucio Muñoz.
Ahí, recogida y
minúscula, aparecerá la imagen de la Virgen, bañada por las vidrieras de
Álvarez de Eulate.
Antes de abandonar
el lugar, podremos bajar a la cripta decorada por Basterretxea.
Todos esos nombres
ejemplifican brillantemente cómo Arantzazu, siendo un edificio con un esquema
basilical tremendamente clásico, supuso un cambio de la arquitectura hacia una
modernidad y una apertura social.
Imágenes de Fermín A. Lopetegui Loinaz
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